Las cuestiones de personal son siempre espinosas y las reformas de su régimen siempre generan agravios. Hay razones objetivas para sostener que quien tiene y puede acreditar más formación merece acceder a mayores posibilidades de promoción profesional (aunque siempre se plantea, como trasfondo, la cuestión de si el acceso a la formación se produce en igualdad de condiciones, cosa que en España, en los últimos tiempos, vienen a poner en entredicho la crisis y el deterioro sostenido del sistema de becas públicas). Ahora bien, también hay razones objetivas para defender el mérito profesional de quien puede acreditar una experiencia profesional específica, y más si esta experiencia es dilatada y tiene que ver con el concreto objeto de su oficio, frente a, pongamos por caso, una formación superior adquirida en otro ámbito de conocimiento.

Nadie podía esperar, de profesionales con experiencia, que además han hecho una formación adicional para acceder a la condición de oficiales, y que en muchos casos llevan años desempeñando las responsabilidades inherentes a ella, que encajaran de buen grado verse de pronto desacreditados y relegados a una escala a extinguir, salvo que completen una formación complementaria que sólo se les va a pedir a efectos administrativos, por cuanto ya vienen realizando su trabajo sin ella.

Puede entenderse en términos generales la filosofía de la ley, aunque resulta de una rigidez acaso innecesaria, pero también debería meditar el legislador si introducir en un colectivo tan amplio esa sensación de agravio, sin haber previsto un régimen transitorio más imaginativo y flexible, es en verdad una buena forma de implantarla. Como alegan los afectados, pensar que alguien con cero días de experiencia y un título de grado tiene capacidad para ser oficial de un cuerpo con funciones tan delicadas como son las policiales en un Estado de Derecho, por encima de alguien que aun no teniendo ese título lleva por ejemplo veinte años lidiando en esa arena, y además ha realizado múltiples cursos de formación específica, es algo que difícilmente se compadece con las reglas de la lógica.

Y hay algo más. La rigidez del nuevo sistema previsto viene a complicar la promoción interna de cabos, guardias y suboficiales, a quienes de nada les servirá su experiencia como policías, sino cursar o haber cursado un grado universitario. Si puede entenderse que la formación siempre es una baza, lo que no puede entenderse es que la experiencia no lo sea en absoluto, entre otras cosas por la desmotivación que puede producir en quienes la poseen y podrían legítimamente capitalizarla. Un formalismo en principio fundado, llevado al extremo, puede acarrear consecuencias materiales contraproducentes y de ardua fundamentación.

Meditando sobre estos asuntos, la experiencia versus la formación nominal, me acuerdo siempre de mi abuelo Lorenzo, que fue a hacer el servicio militar a Marruecos, allí ascendió a sargento y terminaría sus días como comandante. Cuando llevaba tres años en Marruecos, le ofrecieron regresar a la Península. Una oferta que entonces no era para despreciarla, porque hablamos de 1923 y lo que entonces había allí era una guerra en toda regla. Mi abuelo prefirió seguir en África, porque creyó que esos galones que le habían dado los años de guerra eran para usarlos y poner al servicio de otros la experiencia que se los había otorgado. Él lo resumía así: “Pensé que tenía que quedarme allí, para ayudar a que de aquellos chavales que nos mandaban tantos como fuera posible volvieran un día con sus madres”. Y tengo la convicción de que así lo hizo, incluso con algún chaval que le llegó con estrellas de oficial. El carácter militar de la Guardia Civil no debe hacer olvidar que sus funciones son policiales, pero en la calle, como en la guerra, conviene que haya tipos (y tipas) curtidos, con mando y crédito para ejercerlo, que ayuden a que su gente salga lo mejor parada posible.

Y no es buen mensaje, ni buena técnica, descorazonarlos a todos de golpe.

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